Opinión

ECO DESDE EL MONUMENTO: Joaquín Sabina, el poeta de fuego

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Por: Rafael A. Escotto

 

¿Por qué lo de poeta de fuego en Joaquín Sabina? Se me ocurrió una vez pararme al borde de un volcán de fuego y de tórridas lavas. En mi fantasía descendí al corazón llameante de la pasión que incitaba aquel averno, un lugar donde el castigo de las almas condenadas parecía hacerse eterno, mas no sentí en mi cuerpo el fuego del magma enfurecido. 

 

Sentí, en cambio, que en las profundidades de aquel sitio infernal estaba plácidamente sentado a orilla de una chimenea, observando la frustración de un mar de agua encolerizada al no poder callar el ardor que calcinaba aquel infierno de pasiones en el interior insondable del volcán.

 

Luego siento que voy ascendiendo por aquel laberinto misterioso de fuego y de agua, cubierto mi cuerpo de fango, como si viniera del fango elegiaco de Unamuno. Pero no me quedé inmóvil en mi pensamiento tratando de interpretar a la Europa sumarial de los versos políticos del poeta. 

 

Al descender por la ladera del volcán de mi alucinación me sorprende la figura de Neruda que va en ascenso por la prominente pendiente de fuego y de ceniza; le pregunto al poeta chileno: «¿Qué cosa irrita a los volcanes que escupen fuego, frío y furia?» Y me dice: «Las lágrimas que no se lloran esperan en pequeños lagos». 

 

Es en ese instante que me viene a la memoria el chillido enigmático de una mariposa, una expresión del poeta y escritor húngaro Tomás Barna, que dice: «Lo “desconocido”, en Rimbaud, es un polo de tensión y su percepción poética penetra en el misterio a través de una realidad conscientemente hecha trizas». Hablaba de un volcán de «música otoñal».

 

En mis delirios, abstraído aún por la respuesta de aquel volcán poético de Unamuno y de Neruda, se me ocurre detener mis pasos y hago una especie de ritual, o sea, una invocación, como el que aparenta llamar a una entidad sobrenatural, a un espíritu.  Mi plegaria parece surtir efecto, aunque hallan personas que niegan esta comunicación con otra dimensión.

 

Es Joaquín Sabina quien se me manifiesta vestido de cantautor, con su voz embriagada de fuego y su guitarra celestial borracha sonando similar a los versos de Rimbaud, quien pasó una temporada en el infierno o del poeta maldito Paul Verlaine: «Brindo por las guitarras despeinadas, por los adúlteros sin indulgencia, por los pecados contra la prudencia, por los escombros de la madrugada».

 

Precisamente, mi descenso por aquella montaña de fuego y de lava sucedía durante una pandemia; en el país se hablaba de sexo y de violaciones consecuentes y algunas un tanto inconsecuentes y de liberación femenina queriendo atrapar como fieras fantasmas  del pasado.

 

Allá, en la falda de la loma, mientras descendía escucho una canción escrita sobre alas adornadas de perlas y de rubíes que volaba y retumbaba por lo alto del cráter irritado; veíanse lágrimas que lloraban: «El sexo es una guerra incivil, la única guerra sin héroes ni vencidos, ni mártires ni santos, cuando tú y yo buscamos lo mismo, ¡qué dulce cuerpo a tierra! tan cerca del abismo, del éxtasis, del llanto».  

 

Y me digo: «¡Es Joaquín Sabina quien canta como un «prófugo de un dolor que ya no existe, llevo 500 noches celebrando la impúdica belleza de estar triste».

 

Este homenaje a Sabina me lleva a escribir desde una isla de oro asentada sobre un paisaje atildado desde donde Salome Ureña, Aida Cartagena, Pedro Mir, Fabio Fiallo, Mariano Lebrón Saviñón, Federico Jovine Bermúdez, Julia Álvarez y otros bardos han estampado versos que «prenden rosas de purpuras en las nubes» y en el que las tardes son como «flor de ensueño».

 

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