Por: Rafael A. Escotto
Cuando escucho desde lejos el llanto de una pluma pienso que la palabra de un ángel de la luz está muriendo. La fuerza de sus poemas era como los rayos que despiden la luz a través de un prisma que ilumina a los seres humanos.
Sobre la muerte del poeta Antonio Lockward Artiles su genio literario me obliga a escribir, como el poeta santiagués Dionisio López Cabral a César Vallejo: «El ayer/salvaje/de tu estirpe/ilumina/el horizonte».
Al ver el cadáver de un poeta de la luz metido en un sarcófago no alcanzo a comprender lo que ven mis ojos; entonces, en ese enigma exclamo, como Vallejo: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas o los heraldos negros que nos manda la muerte».
En medio de aquellos gritos de sepulcros en una de las calles de un cementerio se me presenta el poeta Lockward Artiles vistiendo el traje negro de Stephen King, el escritor estadounidense. Me acerco de nuevo apenado a observar incrédulo el cadáver de Antonio Lockward Artiles reposando en aquel ataúd de majestuosa madera de cedro y se me revela inesperadamente el rostro de Miguel Alfonseca, el poeta de «Arribo de la luz», un verso dedicado a los mártires de la expedición de 1959. Inmediatamente pensé que me habían robado el velatorio. En ese instante reflexiono sobre un discurso poético de Tomás Modesto Galán en el que «la muerte literaria es intrascendente».
Vuelvo la mirada sobre el occiso y observo su pluma de oro reposando sobre su pecho. Es en aquel momento cuando comprendo que nuestro poeta Lockward Artiles había fallecido, no así su sutil y extraordinaria pluma con la que escribió versos de fuego y de conciencia.
Me quedo contemplando la cara intrascendente del poeta y veo en ella descifrable el signo de nuestro mundo recóndito. Entonces me refugio en la muerte de Benedetti con su cara triste, de un niño, y figuro a Lockward Artiles «sin motivo, sin miedo, sin fervor, un pobre niño viejo, que se parece a Dios».
En ese silencio triste en el que nos deja el poeta de grandes jornadas literarias presiento su alma encumbrarse por el altísimo cielo azul, de decorado trono, al que a veces le trenzan nubes y le envuelve el horizonte, hermoso y natural, como aquel paisaje de García Lorca, de olivos y de luceros fríos.
En medio de aquella honda tristeza entro como en un sueño y observo una figura envuelta en unas nubes blancas simbolizando el descenso de Jesús. Era la figura de René del Risco que estaba en aquel lugar sacramental recibiendo Antonio Lockward Artiles, el poeta amigo de tantas luchas, de tantas críticas literarias, de tanto humanismo filológico.
Los tres, Alfonseca, del Risco y Lockward, fueron vistos y apreciados en la literatura dominicana como si hubiese sido aquel crítico literario griego perteneciente al Renacentismo, Dionisio de Halicarnaso, creador del análisis estilístico.
De pronto, aquella tarde de despedida en el cementerio siento un viento frío que roza mi piel. Entonces me digo, como René del Risco Bermúdez: «Debo saludar la tarde desde lo alto/poner mis palabras del lado de la vida/y confundirme con los hombres/por calles en donde empieza a caer la noche».