Por: Rafael A. Escotto
Quizá el presidente Luis Abinader no pueda recordar los tiempos cuando nuestras madres y abuelas se disponían a limpiar las casas. Preferentemente esta era una tarea que se les asignaba a las hembras.
Las personas acomodadas que vivían en el casco urbano en aquel Santiago encargaban esta tarea de limpieza de sus casas a Josecito, un jovencito de tez negra, hocicudo, sumamente hacendoso y honrado a carta cabal.
Nadie limpiaba casas mejor que Josecito. Era tanta la entrega de este respetado ser humano que el tiempo no le alcanzaba para poder atender y dar abasto a las solicitudes.
Recuerdo que cuando yo iba camino a la escuela por la mañana solía ver a Josecito echándole agua al frente de la casa con una manguera y con una escoba de guano quitaba la mugre que se le iba adhiriendo a la pared o a la madera de la casa por el polvo que se acumulaba.
El negro Josecito era una persona simpática que le caía bien a todo el mundo. Siempre que me veía en la calle de El Sol o en la avenida presidente Trujillo, hoy Hermanas Mirabal, me exhortaba a estudiar.
No hará mucho tiempo que me entero de la muerte de este personaje amigable de Santiago. La última vez que le vi fue en la calle Vicente Estrella, en Los Pepines, por los alrededores donde vive la familia Cordero. Cuando le vi la última vez Josecito era ya un hombre viejo, de cara arrugada, maltratado por el trabajo y el tiempo.
Hoy cuando observo al presidente Abinader en la tarea de limpiar la Administración Pública de la corrupción, metafóricamente, con un «escobillón» en las manos, me viene a la memoria Josecito, el limpiador de casas de Santiago de los Caballeros.
Para lograr que una casa luzca impecable —decía Josecito— hay que dedicarse a ese cometido con ahínco y mirar para atrás, sobre todo, sin aspaviento. Pero nunca pasarle el escobillón en demasía porque podía arruinarse la pintura a la madera buena.
No todos los ciudadanos están interesados en limpiar de impurezas el país. Al parecer a muchos les ha beneficiado económicamente que la Administración Pública, que es como si se dijera la casa grande de los dominicanos, se llene cada cuatro años de larvas políticas que se alimentan de la corrupción y del desfalco del erario.
El país se ha llenado de una claque política y empresarial socialmente carroñera. Se nutren de la descomposición moral del Estado y suelen estar casi siempre encaramados en la copa del poder. Son, además, como algunas plantas que generan energía a partir del Sol y, en el caso de los políticos corrompidos, se enriquecen a través de los jefes de Estado tolerantes y permisivos.
Limpiar no está mal, señor presidente. A Josecito le encantaba que le encargaran la limpieza de casas. Tanto es así que mientras rociaba agua en los frentes de las viviendas cantaba, algunas veces con una cerveza en la mano, y se reía de gozo al ver cómo rodaba por el suelo la suciedad.
¿Cuántas suciedades habría que limpiar en la Administración Pública?
Pues, todas las que alcance el escobillón, señor presidente. Eso sí, no hay que ser selectivo ni politizar la corrupción.
Supe, señor presidente Abinader, que Josecito murió y que no alcanzó a limpiar todas las casas mugrientas de Santiago. Empero dejó una impronta. Este artículo es, precisamente, el resultado y, por qué no, un recuerdo valioso de la labor de limpieza desarrollada por el personaje Josecito.
Recuerdo haber oído a la gente de aquella época decir que Josecito aprendió de «abejón de Coco», otro personaje pintoresco de Santiago, todas las frases que afirmaba. Por ejemplo, señor presidente, esta expresión se convirtió en una enseñanza: «Lo que se trabaja en el interior se refleja en el exterior».