Opinión

Más allá del duelo

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Donaly no debió morir, y menos en esas circunstancias. Como nos aclara Sabina: “hay que condenar todas las muertes, incluso la natural”.

Pero también otras, en el hecho y en el contexto, debieron evitarse.

En el hecho: el agente no debió sacar el arma. Todavía hoy persiste el lema de la Espada de Conchas (que desde el siglo dieciocho hasta el pasado domingo tantas muertes ha provocado): “no me saques sin valor y no me envaines sin honor”.

No debió darse la reacción violenta del padre frente a la autoridad policial; primero porque, con razón o no, es una autoridad y segundo porque frente a su hijo debió pensar en dar ejemplo, y evitarse llorar hoy amargamente.

No debieron molestar con el ruido (por más desordenado que sea un carnaval) y no debieron exigir con violencia la regularización.

No debieron tener un menor en el contexto adulta de una bebentina que en el fragor del boato no evitaron el enfrentamiento.

No debieron, de un lado, agitar; del otro (el de la patrulla) permanecer inertes como esperando el desenlace, debieron intervenir, evitar, dejar pasar.

No debió haber un disparo: ¡A nadie!

No debieron caerle atrás a los agentes mientras el cuerpo del niño agonizaba. Los venció el morbo, prefirieron grabar con celular al agresor y no ir a socorrer a la víctima.

No debieron algunos apóstoles del carnaval minimizar el trágico evento. Indignaron y en su perjuicio contribuyeron a engrandecer la bola de nieve que los derribó a pesar de rectificar cuando era tarde.

No debieron intervenir los políticos. Su mayor solidaridad era respetar el duelo y no abusar de la ignorancia de una familia que llora y cuya sumisión en las pobrezas (material y espiritual) les impiden ver sus errores.

No debieron montarse en esa ola los “musicólogos” (comerciantes del caos), porque su repudio por el ruido que provocan no se aminora con las lágrimas de padres que se conduelen de la tragedia.

No debieron los comunicadores repetirse hasta el hartazgo en argumentos insólitos y destemplados animando contra la autoridad policial.

No debió la Policía, dejar solo en su error a uno de sus miembros; primero porque, ¡caramba!, nadie quiere cometer un error como ese y, segundo, porque la vorágine populista sepulta la carrera de un miembro ejemplar hasta el domingo fatal y quien en su ignorada angustia ha visto el suicidio como una salida.

No debimos permitirnos que divertirnos se convierta en un riesgo, que el temor patrulle vestido de gris o negro, que las redes sociales determinen el tamaño de la pena.

Ya los urbanos han grabado al menos temas, un dolor que se monetiza de la siempre rentable industria del duelo.

El tema no debe seguir. No insistir. Respetar el duelo. Que las responsabilidades sean asumidas.

Entendamos que este país, como los demás de la región, es un barril de pólvora que puede estallar con cualquier inesperada chispa de indignación.

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