Opinión

Estampa de la vida campesina en la Cordillera Septentrional

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Por Minerva Calderón López

Hace seis décadas, desde las alturas del camino hacia Los Amaceyes, divisé llanos y montañas tejiendo la vida en la Cordillera Septentrional. Me esperaba el hogar de mis abuelos.

Allí, los árboles vivían sus propias experiencias, sus propias historias entrelazadas. Ellos retaban las inclemencias del tiempo; los vientos huracanados; las manos depredadoras delos irrespetuosos de la vida.

En la tierra bendecida, fructificaban aguacates, cacaos, cafetos, guanábanas, cocos, plátanos, yuca, yautía y otros rubros. Amapolas y flamboyanes teñían las montañas con un rojo incitante. Bajo sus ramas, se tejían redes de amor humano. Algunas veces se escuchaba el leve rumor de los que se amaban.

Casas de tablas de palma o yaguas, ubicadas en las laderas, definían los espacios. En casi todos los hogares, instalaban un pequeño altar en la sala o en la habitación principal. En los Amaceyes, escuchábamos todos los días una voz a las 5.30 de la mañana: Ave María purísima, decía mi abuelo. Todos éramos convocados para orar y bendecir el día.

La mayoría de los hogares más humildes no tenían muebles. Escasamente, poseían algunas sillas. Utilizaban bancos sencillos y funcionales pegados a las paredes.

Una miradita al interior del hogar. Descubrí las pequeñas camas bien tendidas con sábanas multicolores fabricadas de retazos. Las hamacas para dormir completaban los dormitorios.

La actualidad noticiosa, la música y los cultos religiosos llegaban a ellos a través de su radio de pila.

En los campos, el despertar tiene el toque especial de la naturaleza. Los animales dan la bienvenida al nuevo día; vuelan de un lugar a otro y entonan cánticos de vida.

Muy temprano, las campesinas se abastecían del agua de un hermoso manantial y la depositaban en tinajas ubicadas en la esquina de la sala y en la cocina. Instalaban en la pared portavasos para colocar los vasos y los vistosos higüeritos tallados que aportaban el toque artístico de la comunidad.

El fogón de tierra era el protagonista de la cocina. Se percibía desde lejos el aroma exquisito de la comida preparada por la madre.

Sólo en las casas de las personas con mayores recursos económicos se disfrutaba de comodidades. Algunos hogares contaban con tanques donde acumulaban el agua producto de la lluvia.

A la orilla del río, las mujeres se preparaban para el lavado de la ropa. Una piedra para frotar la ropa; un fogón para hervir la ropa blanca y las bateas para estregar y sacar. ¡Cuánto esfuerzo!

Desde la lomita, divisé los hombres que emprendían la ruta hacia el trabajo. Sus manos fuertes, toscas, maltratadas sustentaban las promesas de cultivo, lucha y bienestar soñado.

Ágilmente, mueven sus pies cubiertos con humildes zapatos. Sus ropas, desteñidas y zurcidas mil veces, cuentan la historia de la pobreza que aletarga los sueños.

Juan enciende su radio de pilas. La música típica cibaeña irrumpe en el silencio.
Levántate Jovinita
que Guandulito llegó…

Escuché las voces varoniles.
–¿Compai ute va a topai ei gallo pinto?
-Me dijén que Pedro tiene un gallito de aita calidad.
-Si ute supiera, yo quiero ganai una pelea pa arreglai mi
ranchito. El agua se entra toa y me dañó lo tieto.
Poi ma que trabajo lo cuaito no aicanza pa´to.
Ei pobre no tiene opoitunida.
Pero ai que sei confoime.
Etoy loco poi mandai a to lo muchacho a la escuela pero no puedo. Imagínese son sei. Aigun día se podrá.

Mi mujei se va a ponei a hacei cigarro para vendeilo y ayudaime.

Después de las faenas, el agua saltarina de los ríos limpiaba los cuerpos sudorosos de los campesinos. De modo especial, los fines de semana vestían sus mejores ropas porque los esperaba una mano de dominó, una pelea de gallo o un sancocho en su hogar o donde los compadres. Las mujeres y los niños participaban de las festividades familiares y los cultos religiosos.

En las noches, muchas familias se reunían para contar cuentos, inventar décimas, adivinanzas y cantar canciones dominicanas y latinoamericanas.

En el campo, paraíso lleno de carencias y de recursos naturales, las comunidades campesinas sustentaban su existencia y permanencia en los siguientes valores y
realidades: La fe en Dios, la solidaridad, el apoyo, el respeto y el trabajo constante. No vivían para la apariencia, la ostentación y la competencia insana. La humildad y respeto marcaban el estilo de la gente. ¡Que distante de esa realidad es la convivencia en los actuales espacios donde impera el hacinamiento!

Escuché, desde un recodo del camino, a ritmo de güira y de tambora, el renacer la alegría y la nostalgia. Las huellas de los caminantes iban plasmando su historia, impresa en espacios de bellezas, angustias y esperanzas.

Recuerdo la faena campestre en tiempo de primavera. El acompasado sonido del pilón moliendo el café. El olor del campo invadía mi memoria. El aroma a café recién colao; a  fogón encendido en la madrugada; a mujeres campesinas, heroínas de la adversidad y lealtad, preparando los alimentos necesarios.

Sé que año tras año se preparaba la tierra y limpiaban los cafetales. La promesa de frutos grandes y abundantes despertaba los sueños y esperanzas.

No faltaba la oración y la invocación a Dios.
¡Por fin llegaba la cosecha de los frutos! Tristezas o alegrías reflejan los campesinos. Muchas preguntas llegaban a sus mentes.
¿Quiénes comprarán mis frutos?
¿Quiénes pagarán lo justo?
¿Y si no alcanza?
¿A dónde me voy?
¡Quien cuidará mi familia?

La historia se repetía. Destinos inciertos los esperaban.

Muchos vendieron sus conucos y casitas. Se mudaron a las ciudades con el afán de abrir nuevos horizontes. Una parte de ellos ha obtenido éxitos.

Otros se integraron a los cinturones de miseria que abrazan los pueblos y ciudades de nuestro país donde la pobreza parece insuperable. La angustia y la desesperación embate a esa población con pocos recursos económicos, sin acceso a servicios esenciales. Viven en condiciones insalubres y en ubicaciones marginales.

Muchos intentaron o intentarán dejar su patria. Surcarán los mares. Emigrarán a otros países. ¿Seguirán existiendo? Hoy, el rumor de soledad y angustia emerge de las montañas heridas por la ausencia. A finales de la década de los ochenta, la presencia de la enfermedad denominada broca provocó el corte de los cafetos. También, bajaron los precios del café. Estas circunstancias provocaron un aumento del éxodo de los campesinos. Poco a poco muchos espacios están siendo ocupados por extranjeros con culturas y hábitos diferentes.

Y me pregunto
¿Cuál es el futuro de República Dominicana?
¿Cómo preservaremos nuestra identidad?
Tenemos que avanzar, desarrollar nuestro país, incrementar la capacidad de amar y compartir que nos caracterizan.
¡Dios bendiga a todos los dominicanos forjadores de esperanzas y de sueños en beneficio su país y del mundo!

Debemos agradecer y enaltecer a los dominicanos residentes en otras naciones que con sus aportes económicos e inversiones contribuyen con el desarrollo de nuestra nación y el mejoramiento de la calidad de vida.

¡Dominicanos es necesario mirar hacia el campo!

El compromiso con la preservación del medio ambiente es
impostergable.

Es urgente analizar, planificar e invertir para que todos los campos dominicanos se llenen de siembras, de árboles cuidados, ríos preservados, viviendas adecuadas, escuelas, vías de comunicación, servicios de salud y, sobre todo, de personas trabajadoras, esperanzadas y alegres.

¡Viva la patria forjada por Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Matías Mella y todos los grandes héroes que sustentan nuestra trayectoria histórica!

¡Viva la República Dominicana! Fragmento del paraíso ubicado en el Caribe, bendecido por Dios y la naturaleza.

 

 

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