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Francia descubre la convulsión política

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Desde la instauración de la V República en 1958, Francia ha conocido 28 primeros ministros, trece en lo que va de siglo y cuatro en este año, un síntoma de la vertiginosa convulsión política que se ha apoderado de un país acostumbrado a la estabilidad.

La pérdida de la mayoría absoluta por parte del presidente, Emmanuel Macron, en 2022, agravada por el adelanto electoral de julio pasado, desembocó en una inédita atomización del Parlamento y sumió al país en una situación desconocida en medio de una grave crisis financiera.

Crisis política

El sistema político francés está diseñado para dar estabilidad al Ejecutivo. Un sistema electoral que prima las mayorías, una configuración de partidos que tiende a los grandes bloques y un abanico de herramientas en poder del Gobierno para avanzar sin cortapisas parlamentarias.

Todo ello diseñado por el general Charles de Gaulle tras la Segunda Guerra Mundial para superar el bloqueo político y parlamentario de la IV República, que dejó una profunda huella en una sociedad que no quiere repetirlo. Pero que también ha privado al país de una cultura del pacto y de los Gobiernos de coalición.

Todas esas barreras han saltado por los aíres este año. En 2022, Macron vio como su reelección no fue refrendada por una mayoría absoluta en las legislativas, algo que no había sucedido nunca.

Efecto de reformas

Con las manos atadas, el presidente lanzó las reformas de su programa, pero al no tener respaldo parlamentario tuvo que recurrir al artículo 49.3 de la Constitución, que permite al Ejecutivo adoptar leyes presupuestarias sin voto en la Asamblea Nacional.

El Gobierno de Elisabeth Borne lo utilizó con mucha profusión durante su año y medio de mandato, sobre todo para sacar adelante la muy discutida reforma de las pensiones que retrasaba dos años la edad mínima de jubilación, lo que cristalizó la ruptura del poder con la población.

Ni las manifestaciones multitudinarias ni la parálisis de sectores enteros del país torcieron el brazo del presidente, que sin embargo vio desplomarse su popularidad.

La prueba llegó en las europeas de junio, cuando la candidatura macronista sufrió una dura derrota, doblada en votos por la extrema derecha.

Como reacción, y contra todo pronóstico, Macron convocó elecciones legislativas anticipadas, para sorpresa de todo el mundo, incluido de su propio partido.

La ultraderechista Marine Le Pen demostró que su maquinaria electoral era la más engrasada y la izquierda consiguió, contrarreloj, armar una alianza que les permitió maximizar sus opciones de incrementar el número de diputados.

Extremos políticos

En la primera vuelta, Macron apostó por considerar igual de extremos a ambos bloques, pero el electorado le dio la espalda, situando a sus listas en una tercera posición que le relegaba a la irrelevancia parlamentaria. En la noche del 30 de junio, todo apuntaba a un aplastante triunfo de la extrema derecha.

El presidente apeló a rescatar el cordón sanitario para frenar a Le Pen y ordenó retirarse a sus candidatos en las circunscripciones en las que la ultraderecha tenía opciones, aunque beneficiara a la izquierda, que hizo lo mismo allí donde ayudaba a los macronistas.

La maniobra dio resultado y la alianza de izquierdas logró en la segunda vuelta del 7 de julio la victoria en escaños, 192, seguida del partido del presidente, con 164, y de la extrema derecha con 143, pese a que con once millones de sufragios había sido la fuerza más votada.

Ningún bloque tiene la mayoría, pero en la misma noche electoral el líder izquierdista Jean-Luc Mélenchon, alma de La Francia Insumisa (LFI), exigió el Gobierno para aplicar “el programa de la izquierda y solo el programa de la izquierda”.

Con ello rompió los puentes con el resto de partidos y dificultó los pactos en un país sin apenas cultura de acuerdos.

Macron se tomó tiempo para buscar una salida, hasta después de los Juegos Olímpicos de París, que acabaron el 11 de agosto. Tenía que encontrar estabilidad para un Gobierno dentro de una Asamblea Nacional sin mayorías y sin poder recurrir a un nuevo adelanto electoral antes de julio, por mandato constitucional.

Tras 52 días de contactos, confió el Ejecutivo a Michel Barnier, un veterano de la derecha conservadora que había acabado cuarta de las legislativas, pero que tenía el respaldo de los macronistas y un voto de confianza de Le Pen.

De ella dependía su futuro, porque el bloque de izquierdas le rechazó desde el primer minuto.

La experiencia duró tres meses, la más corta de la V República. Le Pen rechazó los austeros presupuestos para 2025 que buscan recortar el desbocado déficit público, a lo que Barnier se había comprometido con Bruselas.

El 4 de diciembre, Barnier cayó por una moción de censura votada por la izquierda y la extrema derecha, y la pelota regresó al tejado de Macron.

Esta vez, Macron buscó otras alianzas para esquivar a la extrema derecha y nombró al frente del Ejecutivo al centrista François Bayrou, aliado de primera hora del macronismo y veterano de la política francesa.

Con esa maniobra, Macron aspira a resquebrajar la alianza de izquierdas y obtener el apoyo de socialistas, comunistas y ecologistas, frente a la animadversión permanente de la más radical LFI.

El experimento está en marcha y Bayrou intenta conjugar las exigencias de unos y otros. Necesita conciliar al macronismo con fuerzas que llevan siete años combatiéndolo y, al tiempo, hacer convivir a posturas históricamente antagónicas como socialistas y conservadores.

 

 

 

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