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La edad de la ira en la obra de Guayasamín

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Por: Rafael A. Escotto

«El hombre contemporáneo vive dos dramas, el uno es de piel hacia adentro y el otro de piel para afuera, que al final son solo uno: la angustia del tiempo que nos ha tocado vivir« .Oswaldo Guayasamin

A: La Fundación Guayasamín, a los cien años del maestro.

Soné que estaba sentado alrededor de una fogata en una noche estrellada a orillas del rio Machángara. Esa noche vi cruzar frente a mis ojos un cóndor andino que volaba con sus alas abiertas en dirección al cielo frente a una luna llena. Quedé abstraído por el cuadro tan divino y tan autentico que se dibujó en aquel edén.

Aquel cuadro fascinante parecía un fresco dibujado por un pintor maravilloso a quien los dioses de los Andes majestuosos le habían encargado pintar la luna y el cóndor, que vuela con su penacho blanco desplegando sus alas en el azul espacio.

Me alejo de la hoguera y camino cautivado con pasos lentos a lo largo del rio sobre cuya linfa la luna se reflejaba reluciente; el cóndor centelleante dirige su vuelo hacia el riachuelo. Alargo mis ojos al firmamento en la oscuridad de la noche y se me muestra la pintura de un toro y un cóndor, una alegoría que conjuga superioridad e inmortalidad

Me viene a la mente el artista ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, dibujando la metáfora política de los cóndores indígenas, situándose dentro del linaje artístico de Goya y de Picasso, y, al mismo tiempo, no puedo ignorar la figura del afamado matador español Luis Miguel Dominguín en un ideograma genialmente logrado por el artista que nos lleva a través de la pintura a un estudio crítico de la conquista española.

Me dirijo a la histórica plaza de la república de india, en Quito, próximo a la Alameda, donde está la estatua de Gandhi para un encuentro con el auto-retrato de Guayasamín.

Observo en la pintura a un hombre intenso, de mirada ingeniosa, intentando dibujar lo absurdo de un mundo que se debate entre la idea en torbellino de Amado Nervo que naufraga frente al empuje brutal, y el hombre de la marginalidad que ve incertidumbre, de alma trastornada de ver tanta corrupción.

Guayasamín sale de su auto-retrato y ante aquel mundo tiranizado que la modernidad nos trajo envuelto en un siglo de confusiones, de aullidos de perros, evolucionan dos lienzos grandiosos: La tortura y el grito que interpretan un universo de fuego y agua, sin luna y de estrellas en fuga y una masa de gente originaria desde abajo gritándole al imperio.

El artista se detiene en medio de recuerdos infantiles que quemaron su vida; cierra sus ojos y mentalmente retrocede en el tiempo. En ese regreso, el artista toma el pincel mojado de lágrimas que brotan de su alma y pinta sus orígenes indígenas: «Los niños muertos«, su pobreza, el asesinato de su amigo Majarrés cuyo crimen hizo que Guayasamín se embarrara de ideología.

Los niños muertos, es un cuadro doloroso y lacerante de cadáveres apilados. Y nos dice con voz quebrada, viendo esta pintura con ojos penetrantes: «pese a todo, no hemos perdido la fe, en el hombre, en su capacidad de alzarse y construir; porque el arte cubre la vida«.

Owaldo Guayasamín no descansó ni le dio tregua a la vida como pintor maravilloso que fue. Tuvo otra virtud aún mayor: quemó su vida pensando y pintando los días tristes de la miseria, las penurias y los infortunios de los pueblos aborígenes de América; tanto fue así, que dibujó con manos temblorosas el personaje de ‘Huaycayñan’, una obra pictórica que debió desgarrarle el corazón en mil pedazos.

En medio de aquella tristeza pintada con el color ocre de la vida dura, dijo: «De pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad fuimos testigos de la más inmensa miseria: pueblos de barro negro, en tierra negra, con niños embarrados de lodo negro; hombres y mujeres con rostros de piel quemada por el frío, donde las lágrimas estaban congeladas por siglos, hasta no saber si eran de sal o eran de piedra«.

Y, en ese caminar desértico Oswaldo Guayasamín no podía dejar de dibujar sobre la era de la indignación de los pueblos subyugados, y es, sin la furia del cóndor que de vejez se lanza al vacío con sus alas cerradas, el artista pinta «La edad de la ira«.

En este cuadro retrató con enorme dramatismo los rostros de las tragedias que conmocionaron el momento. Y le digo: «Maestro, la tragedia parece que no ha dejado de devastar a los pueblos; ¡la edad de la ira no ha terminado!; todavía andan sobre la tierra perros con rabia mordiendo la paz. Usted mismo lo advirtió: «Mientras haya gente que aprenda a matar, existirán las víctimas«.

Luego pinta el rostro exhausto y en desorientación de Rigoberta Menchú, la líder indígena guatemalteca, defensora de los derechos humanos, Premio Nobel de la Paz. Ese rostro mágico, de fuerza y de poder espiritual, cara de luna llena, de buen augurio ha sido magníficamente reflejado en esta pintura de Guayasamin.

El pintor parece tener una visión un tanto insólita pues la ciudad de Quito estaba en rojo, con lava color fuego vadeada por dos volcanes que habían erupcionado. Impresionado por los colores que había logrado, le pregunto: Maestro, ¿Qué significado tienen estos colores en usted? Y me dijo: “Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente”.

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