Opinión

Se marchan sin decirnos adiós

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Por Editorial Semanario Católico Camino.

Las muertes por accidentes de tránsito ocurridas en nuestro país se han convertido en una epidemia. Dos mil ochocientos muer­tos al año es una cifra que alarma. Agreguemos la cantidad de lesionados y mutilados que en el año 2017 pasó de los 97 mil, y esta cifra no se detiene. De los 192 países que forman las Naciones Unidas, ocupamos el segundo lugar del mundo por esta causa; solo la Niue en el Pacífico nos supera.

Nosotros tenemos una tasa de 93.7 muertes anuales por cada 100 mil habitantes, cuando en otros países como Inglaterra, Suiza, Alemania, Francia, España y Canadá no llegan a siete.
Pero en estas naciones hay orden, respeto a las leyes, y sobre todo consecuencia para los que violentan las normas establecidas, y más cuando se trata de conducir un vehículo.

Aquí andamos como chi­vos sin ley. La violación a la luz roja del semáforo es una rutina. Los que manejan vehículos pesados son amos y dueños de las autopistas y carreteras. Manejar tomando alcohol es una gracia. Incluso se ha hecho popular la expresión de algunos que dicen: cuando estoy tomando es que manejo bien. Hablar por el celular y cha­tear mientras se maneja es una moda que da prestigio. Cuánta insolencia y falta de respeto a la vida.

La imprudencia al manejar, entre otras causas, está trayendo tanto luto y dolor a familias que hoy lamentan la falta de un ser querido que se marchó de repente sin decir adiós, y queda la tristeza en el alma de fami­liares y amigos, porque como dice el poeta René del Risco Ber­múdez:
“Así se muere la gente, tan sencillamente como respirar,
Así, se queda la vida como una partida a medio jugar,
Así, toda la alegría ,
se pierde en un día, se oscurece así.
El sol que nos alumbraba,
La voz que te hablaba,.. Se interrumpe así.”

Ante esta realidad que nos agobia tenemos que reaccionar. Se hace urgente una campaña de educación vial por todos los medios posibles. Hay que tratar este problema como si estuvié­ramos frente a una peligrosa epidemia. No hay espacio para la indiferencia. Co­men­cemos la jornada en el hogar, los clubes, juntas de vecinos, gremios profesio­nales… Es hora de amar la vida.

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