Por: Rafael A. Escotto.
Por una hendija de mi ventana frente al litoral, observé una niña con sus clinejas que contemplaba los colores de las olas tomados de la arena, la espuma y la fusión del mar con el sol.
Sus grandes ojos azules tenían la fuerza penetrante de la inocencia que llegaba hasta los cayos pétreos del acantilado. Desde la distancia, el viento transportaba su voz que se coló furtivamente a través de la rendija de aquel ventanal para ir a acampar serenamente en el interior de la cabaña a orilla del océano.
De pronto siento que algo agradable roza mi piel; inmediatamente me acerco a la chimenea con dos trozos de madera que había recogido del monte detrás de la cabaña para avivar el fuego y caldear la fría brisa que indiferente lamia mi piel.
En medio de aquel efecto, tomo un libro que había colocado sobre el marco de adobe de la chimenea; inmediatamente, al abrirlo tropiezo con un poema que me había recomendado el poeta Luis José Rodríguez Tejada. En la cubierta del libro leo el mágico nombre de la autora. Al leerlo me sorprende aquel nombre: Toni Morrison.
Al tomarlo en mis manos observo en su tapa la figura de una niña de tez morena, con sus trenzas largas y sus grandes ojos azules. Su figura se parecía a la niña a orillas del mar cuya voz escuché al ser remolcada por el viento.
En algún lugar del Harlem afroamericano había oído ese nombre gigantesco de la narrativa estadounidense y universal. Me rasco la cabeza, como cuando el rey Tadeo descubrió que su hija Floripéndula, en el cuento de Ema Wolf, había llegado a la edad de tener novio y su padre comenzó a preocuparse.
Mi afán esta vez se circunscribe esencialmente a tratar de comprender a través de la obra literaria y filosófica de Toni Morrison, si es real o si existe incertidumbre en el carácter conflictivo entre la filosofía y la literatura.
Mi desconcierto me lo resolvió el escritor y crítico literario y filósofo español José Luis Rodríguez García, y de igual manera logré intuir en su tesis, Filosofía y Literatura: La imposibilidad de la representación, que «lo real podía ser expresado en un proceso de producción reflexiva en la que, como en el espejo, se reconociera lo real».
Comencé a trashojar el casillero de mi memoria para descubrir en mi fichero aquel rostro tan familiar. Y me dije: ¡Toni Morrison…Toni Morrison! ¿Dónde fue que le vi por primera vez? Ah! Ya recuerdo! Fue mi amigo judío, abogado y teatrita Ronald quien me habló de un recital poético en el Teacher Collage de la Universidad de Columbia, en Nueva York.
Como intelectual dominico-estadounidense, ya había oído hablar de la grandeza de la poeta y escritora afroamericana Toni Morrison. Pero no había leído su poema «Ojos azules», una historia que recoge una multitud de personajes.
Al abrir este excelente libro empolvado de hollín y al pasear mi vista por el prólogo, me informo que el mismo habla de racismo, el amor romántico, las infancias robadas, y del viento que absorbe las aventuras viajeras en sus brazos.
En un instante siento la vorágine de la conciencia que aletea en mi inteligencia y el torbellino ligeramente me eleva al encantador lugar donde viven las musas. Me inspiro, monto sobre el lomo de Pegaso, el caballo místico, según la cosmogonía griega y cabalgo sobre los aires hacia un encuentro con la inspiración y la sabiduría.
La ilusión era tan comprensible como mi cuerpo en las olas rotas del deseo. Yo digo en este minuto sublime, como escribiera Toni Morrison, cuando vi la niña morena, con sus clinejas sentada frente a la cabaña donde llegó el viento azufrado, a orilla del mar: «sus fotos llegan a la orilla lisas y redondas como la piedra de la playa, místicas y profundas, como las voces de las rocas».
Entonces, en medio de este acertijo despierto a orilla de un rio Hudson novelero cuyas aguas fluyen serenas seducidas por las tardes adorables de lejano estío que vuelan de blancos besos en alas del idilio al estilo de Federico Bermúdez y Ortega. En medio de ese ilusionismo llega a los luminosos rincones de mi memoria algo que me hace recordar al poeta Dionisio López Cabral y a Toni Morrison, y es ese forjar camino literario con esfuerzo, rodeado de la timidez de un hogar pobre, aguijoneado por la marginación y la indiferencia.
Tuve el grandioso privilegio, después de salir del claustro universitario en los Estados Unidos, de presenciar, junto a mi amigo judío y también abogado Ronald Hellman y compañero de bufete en Nueva York, un maravilloso recital poético presentado por Toni Morrison.
Escuchamos con gran deleite, en esa voz inmaculada de la Morrison poemas tan extraordinarios como: La canción de Salomón, Paraíso, Una bendición, Jugando en la oscuridad, Ojos azules, entre otros. Fue aquel un espectáculo de magia intelectual por el exquisito olor de aquellos poemas.
Vuelvo por un instante, en medio de mi escritura, a la idealización de aquella niña de color aceitunado, con largas clinejas y ojos azules. Fijo mis ojos color café sobre los de la niña creyendo que a través de sus pupilas azuladas podía alcanzar a ver el origen de la poesía como la pensó Aristóteles, en el ritmo, el lenguaje y la armonía.
En mi afán de descubrir la poesía en el espejo de aquellos ojos de limpia mirada, me encontré con los versos de corte elegiacos de Toni Morrison y en su métrica pareció tropezarme con el poeta romano Ovidio. «Ojos azules» de Morrison. Cuando leí esta obra me pareció una creación destacadísima; se acerca a la tragedia de Medea y al Tiesta.
La muerte de Toni Morrison deja un enorme vacío en el mundo literario e intelectual de los Estados Unidos. Su talento como narradora, cuentista y poeta brillantísima merecieron que su cabeza fuera coronada con el premio de la crítica, el Premio Pulitzer, el Premio Helmerich y, en 1993, el Premio Nobel de Literatura.
Esta muerte me hace pensar que ella es fin. Al enterarme de su deceso me senté a orilla del Hudson a oír curioso el trinar de los pájaros asentados sobre las copas de los árboles que crecen y se inclinan reverentes al embate de la brisa que le llega lisa a sus ramas.
El sonido de las aguas y pájaros me llevan a una meditación profunda. En ese estado de abstracción oigo distante la música de una flauta maravillosa que me envolvía en su magia, lo cual significa una dulce aproximación al mundo de los sueños delirantes. En ese instante de ensueño, observo otra vez la niña con sus dos clinejas y los ojos grandes azules, a Marty Ehrlich tocando su flautín y Toni Morrison recitándole a la niña:
«Esta es la historia de un genio/que en el pasado milenio/hacia brillar el sol/con su do re fa sol/Fue Mozart un bebe tierno/que llego al mundo en invierno/y cuenta quien allí estaba/que en vez de llorar, cantaba/mientras los niños de al lado/jugaban a ser soldados/con espadas diminutas/él movía la batuta/cumplidos los ocho años/aunque no parezca extraño/Mozart compuso un buen día/su primera sinfonía/dentro de su cocorota/bailaban cientos de notas/y formaban todas ellas/las melodías más bellas/ya dada la serenata/con sus óperas, sonatas/sinfonías y cuartetas/!era un artista completo!»
Al despertarme de aquel sueño encantado, el Hudson se había salido de su cauce, sus aguas iban y venían en angustia bailando a mis pies, como si fuera la Prima Ballerina cubana Alicia Alonso en una escena de ballet, con sus zapatillas fascinantes. ¡Crisantemos para Toni Morrison!