Por: Luis Córdova
Cuando era niño, en la casa de mi abuela, todas las tardes se armaban discusiones sinfín sobre los temas triviales de la política, lo político y lo electoral.
Desconocía que, a fuerza de altisonancias, se configuraba en mis adentros una pasión que de alguna manera ha persistido siempre: la política (también como ciencia, jamás como entrenamiento).
No podía ser de otro modo: mi madre (líder de sus sobrinas), discreta y vehemente, mantenía su militancia en un PLD muy reducido; recuerdo que ante la fiera adhesión balaguerista de su progenitora, prefería guardar en lugar seguro su boina morada y dejar en casa de una vecina y compañera las banderas asignadas para los actos de masa, famélica por entonces. Mi padre, por su lado, era de filiación emocional al PRD. Así que preferí, como pequeño rebelde, que mi preferencia estaba como el verdiblanco partido nuevo, seducido por una línea grafica renovada, y que a esa tierna edad bastaba para declararme como único miembro del PRI en toda la familia.
Crecer escuchando argumentos y guardando obligado silencio ante los temas de los adultos me formaron como un hombre prudente.
Quizás algunos “políticos”, dirigentes que no gobiernan ni sus emociones, deberían observar el sano consejo del campo: “cuando no se tiene nada que decir, es mejor hacer un buche de agua”.