
Por: Rafael A. Escotto
A Sagrario Domínguez, Anny Báez y a Luis José Rodríguez.
«¿Dices que no se siente la despedida?, ¡Ay!, di al que te lo dijo que se despida.» Ricardo Palma
Me enteré de esta muerte lamentable y difícil de aceptar, a través de la prensa. Al recibir la infausta conmovió toda mi humana sensibilidad; fue tan sobrecogedor el impacto de la muerte súbita del presbítero José Miguel Vásquez, que imaginé que me había quedado suspendido, sin fuerzas para reponerme, como Jesús cuando se enteró de la muerte de Lázaro. Sucede siempre así aun sabiendo que nos encontraremos con ella, un día determinado, a una hora determinada.
Con la muerte se inicia una situación irreversible. Mientras pensaba sobre esta muerte, se me acerca una señora octogenaria asidua a las tardes de liturgias en la iglesia católica San Lucas, en la Zurza 1, en Santiago, me dice, apenada: «La noticia sobre el fallecimiento del sacerdote José Miguel me hizo pensar en aquel episodio de la biblia que habla sobre lo que sucedió con Tomás, llamado “el mellizo”, el mellizo de la muerte: se dirigió hacia la tumba para “morir con él”.
Le respondí, un tanto apenado: «Era – mi señora -, que la luz no estaba en él, no podía ver, cuando la “luz de este mundo”, la exterior, se apaga», y prosiguió su marcha con pasos tristes y lentos, musitando palabras de desconsuelo.
Traigo a mi mente en este preciso instante en que escribo la figura de aquel párroco poseedor de una cultura vastísima, con cara de apóstol y con olor a santo, mirándome desde el púlpito sagrado con sus ojos puestos en Jesús, escuchando complacido mi discurso durante la celebración del novenario al finado don José Rodríguez.
Le veía con cara de gente sentado en un trono de madera, similar al de la leyenda, donado por Carlos el Calvo al papa Juan VIII: respetable por su importancia catedralicia, colmado de una solemnidad impresionante, como San Pedro en su catedral, el primer obispo de Roma.
La muerte del padre José Miguel Vásquez ha sido tan sentida como lamentable, así de terrible debió ser para Jesús la muerte de su hermano el apóstol Santiago.
La feligresía de la urbanización La Zurza experimenta con esta muerte un dolor que raya en lo humanamente irresistible y llora hoy amargamente la partida de este vicario de Cristo, sirviente fervoroso de la Compañía de Jesús y director de la revista Amigo del Hogar.
Podría decirse, que la muerte del sacerdote José Miguel, tan inmensa y tan irreparable, me obliga a expresar, como Aristóteles, que el pueblo de Santiago vivirá un tiempo como expresión de tristeza que podría definirse como una etapa antes y después del paso de este cura por la iglesia San Lucas.
La presencia augusta del padre José Miguel Vásquez en aquel rito fúnebre en honor al difunto don José Rodríguez, para decirle adiós antes de su despedida definitiva, le imprimió a esas novenas las virtudes y la santidad necesaria a través de la fe que brotaba de su suplica, cual es una oración o llamado de ayuda a Dios en un momento tan sensible como es el fallecimiento de un ser querido.
Cuando supe de esta muerte me hice la misma pregunta que Neruda: «¿Quién muere? Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo.»
Y, como si estuviéramos en la caverna del destacado escritor mexicano José Emilio Pacheco, aquí en la Zurza, quienes admiramos la dulzura del cura José Miguel estamos alineados metafóricamente alrededor de su sarcófago, cada uno con nuestra ofrenda: «aquí sabemos, – como diría el Premio Miguel de Cervantes -, «a qué sabe la muerte. Todo está muerto. En esta cueva todo está muerto.»
Empezamos a descender, escribió el poeta santiagués Dionisio López Cabral. Recurro en este mensaje de invocación a las palabras tristes del poeta cuando ve descender a este sacerdote «cuando los grillos cantan. Las cosas ausentes perturban mi existencia. La vida, la nostalgia, se esfuman…lentamente».
Y, luego, ante la muerte de este discípulo consagrado del Señor, quien en vida se llamó José Miguel Vásquez, termino preguntándome, como Calderón de la Barca: «¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción…» Paz al alma de este vicario de Dios.


