Por: Rafael A. Escotto
En el prólogo de su magnífico libro de poemas La rosa profunda, Jorge Luis Borges afirmó lo siguiente: «La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de modo parcial, su primitiva y ahora oculta verdad».
En segundo lugar, me atrevo a decir que el escritor es un observador nato, infatigable. Un ser, que por muy atento que esté a sus propios asuntos, no puede dejar de observar con precisión lo que acontece en su entorno.
Y no es algo intencional ni el deseo de meterse en donde no lo llaman, es que siempre está captando sonidos, olores, imágenes, escenas, sabores, datos que algún día su memoria probablemente utilizará en lo que escribe. «Cuando el poeta / no hace nada, / entonces es / cuando está trabajando», escribió alguna vez el inolvidable Luis Alfredo Arango.
He querido comenzar el título de este artículo tomándole prestado unos párrafos de un interesando ensayo de la poeta guatemalteca Carmen Matute, a propósito de la puesta en circulación en el Ateneo Amantes de la Luz de Santiago de los libros «Iniciación de la tarde», «Democracia y pandemia» y «Enseres y tramoyas», de la espléndida pluma del poeta y ensayista José Rafael Lantigua.
Según supe, hubo en aquella ocasión un evento de alta literatura con la presencia eminente del escritor y exministro de Cultura José Rafael Lantigua sentado en el centro extraordinario de las grandes veladas intelectuales de Santiago de los Caballeros como ha sido y es «El oficio de la palabra», ahora estrenando una nueva casa de un garbo muy diferente a la que ocupó durante años en el bar Moisés Zouain del Gran Teatro del Cibao.
«El oficio de la palabra» y doña Marcela Montes de Oca tendrán que hacer ajustes de carácter psicológico que le permitan a esta extraordinaria dama ir acomodándose a un ambiente y a un público diferente al que asistía a sus veladas en el Gran Teatro del Cibao, sobre todo que el Ateneo la ha rodeado de escritores y poetas de su entera confianza, como son Máximo Vega, Carmen Pérez Valerio y Enegildo Peña.
Para los directivos del Ateneo no le era comprensible que la intelectualidad de doña Marcela ocupara ella sola la proverbial preeminencia que tuvo al frente de aquel eminente conversatorio llamado «El oficio de la palabra».
Lo que nosotros vemos desde aquí es que esa puesta en circulación de estas obras literarias del renombrado escritor y miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, José Rafael Lantigua, fue un reencuentro muy propicio entre jefe y subalternos en el que doña Marcela hizo las veces de ese puente maravilloso del que escribió Manuel Benítez Carrasco que viabiliza nuevos encuentros, por el cual cruzan aguas que van de vencidas.
Además de estos magníficos desencuentros-encuentros, el prestigio de «El oficio de la palabra» activa el alma del Ateneo Amantes de la Luz, como que a veces desaparece y aparece, como el moriviví, que cuando se le toca inmediatamente cierran sus hojas y simulan languidecer cautivas, como el cautivo beso en un poema de Luis Gonzaga Urbina.
En el caso de «El oficio de la palabra» no alcanzo a entender por qué aquello que resulta conveniente para el desarrollo, crecimiento y afirmación de la cultura, como un bien espiritual, son caprichosamente forzadas a mudar de lugar.
¿No será que la cultura en nuestro país está integrada por personas en los que la tristeza y el enojo, o más bien la envidia, constituyen su modo de vida, como aquel pajarito envidioso en el cuento de Eva María Rodríguez, que estaba todo el día triste porque no sabía valorar lo que tenía?
Queremos augurarle los mejores éxitos a tan distinguida dama en su nuevo círculo de lectura y de tertulia, no obstante, recibí en mis oídos un soplo de mi ángel custodio, al que Dios le dio la misión de proteger, que me causó incertidumbre, por lo que obliga a colocarnos en pose de oración y de ruegos al Altísimo para que «El oficio de la palabra» no se extinga, como el título de aquellos poemas de José Castrodad «La especie extinguida».
A pesar de la incertidumbre que ha causado ese cambio de escenario le recuerdo mi queridísima doña Marcela una frase del novelista y periodista francés Jean Baptiste Alphone Karr: «Consideramos la incertidumbre como el peor de todos los males hasta que la realidad nos demuestra lo contrario». Quiera Dios que así suceda, que sea lo contrario a lo que presagia esa mudanza al Ateneo Amantes de la Luz.
Cuide la belleza de su tertulia. No permita que nadie ose contaminar ese yacimiento de cultura que es «El oficio de la palabra». ¡Suerte, mi querida amiga doña Marcela Montes de Oca!