Opinión

ECO DESDE EL MONUMENTO: Isla Saona, un viaje al paraíso 

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Por: Rafael A. Escotto

 

El catamarán hace su aproximación sobre las aguas azulosas de un Mar Caribe fascinante. Todos los pasajeros tienen la idea de hacer una navegación placentera llena de incógnitas y de secretos para visitar una isla de ilusiones y de cosas por descubrir. 

 

La isla Saona se halla semioculta en medio de un mar de cristal azul de increíble transparencia con unas condiciones subacuáticas excelentes para hacer inmersión y observar en su fondo las rocas amarillas con sus herbajes puntiagudos, las conchas color rojo o rosa, los caballitos de mar, las estrellas de nácar y las flores luminosas de pétalos carnosos palpitando al ser tocadas por el vientre de plata de los peces.

 

Bajar anclas en esta isla mágica seria, como escribiera Neruda, anclar casi fuera del cielo entre dos montañas, la mitad en la luna girante, en la errante noche. 

 

El barco cabecea, hunde su quilla y resurge risueño sorteando las olas, una y otra vez, para luego serenarse dejando que el mar de Neruda le enseñe en deslumbrante suposición de peces y de navíos, circulando en la universidad del oleaje.

 

Saona permanece en su impasividad como si fuera la reina de un enclave aborigen; aguarda la llegada de la embarcación al repiqueteo de tambores y con el acento de un poema, como si dijera: Aquí estoy, con el corazón en mi mano. Una hija aborigen de la tierra de Quisqueya. Los turistas con sus ropas exóticas multicolores descienden del catamarán bajo la mirada atenta del capitán y la reducida tripulación.

 

Comienza la fiesta a ritmo de merengue típico y la isla Saona cobra vida, las palmeras bailan junto a los turistas moviendo sus cinturas, sus ramas se inclinan mientras baila el cocotero hasta casi tocar el mar; así de apasionada y encantadora es aquella isla tropical, por allá por Punta Cana, un lugar con campos de golf, bendecida su figura de reina por la virgen  Altagracia, donde la privacidad tiene acento de intimismo, de encanto y de algo de entrañable y de imborrable. 

 

En tanto escribo pienso y al mismo tiempo presiento que Saona se vuelve real antes los ojos del mundo; ya no está sola en medio de un Mar Caribe franco, con la placidez del que destila pureza; su expresión de océano es su autoridad y su grandeza radica en ser generoso al consentir dentro de su latitud una isla preciosa de nombre Saona. 

 

No me cuento entre los hombres que faltan, como escribió el poeta nacional, don Pedro Mir, sino entre los que descifran los dioses de los ríos y, por qué no, de los mares. Así hablo yo de la Isla Saona, bella y dulce. «Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un color de ángel», como escribió la poeta Dulce María Loynaz, a Cuba. 

 

¡Oh, Saona de mis sueños!!Qué bella eres isla chiquilla y juguetona por las que las ballenas cruzan reverentes en ruta hacia tu vecina Samaná a disfrutar de sus cálidas aguas con la placidez de quien recorre mares y océanos buscando el amor puro y verdadero de una Quisqueya que es poesía, donde el verbo amar tuvo su primer encuentro y se conjugó con besos, de una receptividad que asombra y donde la belleza de la isla grande se muestra pródiga. 

 

Así lo quiso el Creador que fuera, y lo logró haciendo de ella una pintura dibujada por los pinceles milagrosos de los artistas de la plástica dominicana y los poetas ensalzan su belleza escribiendo versos con su nombre: entonces debemos cantar allá en Saona: «No hay tierra tan hermosa como la mía, bañada por los mares de blanca espuma. Parece una gaviota de blancas plumas. Dormido en las orillas, del ancho mar.»

 

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