Opinión

ECO DESDE EL MONUMENTO: La muerte de una flor y el reencuentro

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Por Rafael A. Escotto

 

Se dice que las flores nunca mueren y cuando sucede su fragancia se esparce con la sutileza de la niebla elevándose por encima de la erguida cumbre y desde la cúspide desciende otra vez blanca y ligera, en una especie de nostalgia sobre aquellos preciosos y expresivos vergeles que en los valles brotan con alegría en una isla de bellos motivos en donde la tristeza se torna risueña y toda muerte se transforma en poema.

 

En mi sueño le vi recorriendo las aguas diáfanas de un río que se deslizaba dulce y sobrio entre inclinadas laderas que saludaban con afán la bella flor que se paseaba discreta en medio de aquella fértil vegetación; era aquella la imagen virginal de una rosa blanca como la de Martí.

 

Distinguí a lo lejos, sentado a orillas del recodo angosto y sorpresivo, vestido con ropa de gran señor, de tez blanca y con los dedos largos de escritor que parecía como si permanecía allí a la espera de la flor blanca que se dejaba llevar cariñosamente por aquellas aguas perfumadas.

 

De pronto aquel hombre esbelto, de grandes ojos azules, se levanta del prado verde sobre el cual hacía unos instantes estaban sentadas sus ilusiones; vio venir en la distancia la flor de sus sueños, como la niña de sol y nieve de Federico García Lorca.

 

El hombre se paró sobre las puntas de los dedos de sus pies, colocó su mano derecha sobre sus cejas, como quien quiere alargar su estatura y ver la flor que flamea distante. Mientras la preciosa flor de sus ansias parece aproximarse cada vez más cerca del recodo los latidos de su corazón enamorado se agudizan.

 

Unas aves de coloridos plumajes y de gran belleza que acurrucadas en su nido dormían su siesta sobre un árbol a orillas del río luego de concluir su banquete de vino blanco y variadas frutas, se despiertan con las palpitaciones del corazón del hombre de tez blanca, de ojos azules y de los dedos largos de sus manos de escritor.

 

La rosa blanca que le ha arrancado el corazón con que vive el hombre sentado en el recodo del río, a su vista se sitúa, se lanza sobre aquellas aguas en un reto de pasión loca y nada hacia ella y le dice: «¿Quién eres, blanca mujer? ¿De dónde eres?» «Vengo de los amores y de las fuentes», responde risueña y seductora, como la niña blanca de García Lorca.

 

«¿Qué llevas en tu pecho tan fino y leve?», le pregunta aquel hombre arrimado al perfume de la flor que navega las aguas dulces del amor.

«El corazón de mi amante que vive y muere», repara con dulzura la blanca flor de la isla grande de Martí.

 

«¿Por qué llevas un manto negro de muerte?», pregunta el apuesto caballero. Y seguidamente inquiere: «¿A quién buscas aquí en este río que entre laderas corre?»

 

«Busco tu amor que vive y muere. ¡Cuánta falta me haces mi amado Juan!», dice la flor con voz anhelante.

 

De pronto una luz bien brillante baja del cielo iluminando las aguas con su luz maravillosa. La rosa blanca se transforma con el toque de la luz y don Juan, desde aquel mundo en el que se encuentra, exclama: «¡Es Carmen! ¡Es Carmen! Sí es ella, viene a reencontrarse conmigo».  

 

Y él, feliz de verla vestida con su traje de seda azul, le dice: «¡Mi adorada Carmen Quidiello!, estoy muerto en el agua, cubierto de nostalgias, de claveles y de cipreses. ¡Extiéndeme tus manos blancas!, ven, acompáñame, que tu ausencia me calcina y tu amor me falta en la frescura de las noches».

 

A ambos se les vio ascender alados por aquella luz resplandeciente que impulsaba sus almas en vuelo hacia el infinito agarrados de las manos, risueños, como cuando se juraron amor eterno por primera vez debajo del árbol del amor que está en La Habana, Cuba, donde quedaron estampados para siempre sus nombres, con una inscripción de un poema al amor de Gustavo Adolfo Bécquer, escrita por doña Carmen a su amado amante Juan Bosch, que dice así: «¡Todo sucederá! Podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón, pero jamás en mí podrá apagarse la llama de tu amor…»

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