Opinión

ECO DESDE EL MONUMENTO: Una margarita fija en mi pensamiento

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Por: Rafael A. Escotto

Qué extraño! exclamé admirado. Seguidamente me pregunto: «¿hacia dónde me llevan mis extraviados pasos por esta ladera que no puedo descifrar mis pisadas?

Entonces, tomé el sendero estrecho de la colina que me conduce al pobladito de San Germán; a mi izquierda descubro a lo lejos, en el cañon, un hermoso valle sembrado de rosas entremezcladas con margarita silvestres.

Cuando la vi me fasciné ¡tan blanca!, con un corazón amarillo en el centro parecido a una gema preciosa cubriendo su regazo, me causó un sentimiento de nostalgia al recordar que era la misma Margarita Gautier de Rubén Darío, la mujer de los labios escarlatas de purpura maldita.

Retomo de nuevo el sendero; esta vez he cortado una vara de almendro como la usada por Jeremías. Me siento plácidamente sobre el prado verde a contemplar desde la distancia la margarita en el valle, con sus hojas blancas, presumida.

No era la blanca Margarita Aguirre, aquella amiga de Pablo Neruda que del campo se hizo dueña, que te roba el corazón, que escribe con delirio. Ni tampoco era la que deshojó el poeta.

Alcanzo a ver una rosa debajo del cielo azul, la del aroma de la noche, la que se abría al cielo nocturno de Unamuno.

A esta rosa extraña la veo desde la sierra alzar el vuelo cuando la aurora va al campo regado con el rocío; de ella, esplendorosa, me quedó la nostalgia luego de su vuelo; se marchó desde la aurora la rosa de García Lorca al cielo azul estrellado.

Y, yo allá contemplativo en la cresta de la cordillera aferrado a mi bastón de almendro, como quien está quedado en el fondo del tiempo, viéndola sin verla, como la rosa borgiana, la que Milton acercó su cara sin verla.

Una vez en aquel pobladito lejano, situado entre montañas, como el amor lejano de José Ángel Buesa, veo de purpura vestida una rosa y a su lado un clavel; Detengo mis pasos absurdos en medio de la nada, y no sé qué del clavel y la rosa ¿Cuál era más hermosa? Es en esta duda que recuerdo a Tirso de Molina.

Y ahora miro esa flor igual que la miraron los poetas, hermosamente blanca con una piedra preciosa color amarillo en su corazón; en medio del paisaje, algo me susurra al oído: Es  la margarita que quería ser mujer, la del lindo mar, que lleva esencia sutil de azahar; la alondra que sintió Darío en su alma de poeta al contar un cuento.

Aquellos dulces días, días de sueños y de ilusiones montaraces, le preguntaba incesantemente a la diosa de los jardines por la eterna flor de mujer de mis ansias, la Margarita de palabras bonitas, la que acompañó al poeta Fiallo en sus noches de plenilunio por la verde alameda, la que tras los montes ascendía junto a la luna mientras en la fronda cantaba el ruiseñor.

La margarita de mi fantasía exhalaba la fragancia de la rosa celeste de Dulce María Loinaz, que vino desprendida a mi alma una tarde de verano soplada por el viento y se quedó fija en corazón.

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