Por Apolinar Núñez.
Rep. Dom. -No poseemos cifras confiables, realidades numéricas exactas que nos permitan saber con cuántos analfabetos contamos.
Se habla de dos millones de analfabetos sin calcular los analfabetos en desuso, los que pasan por los programas de alfabetización de adultos y no prosiguen estudiando.
Y parece ser que cada vez son menos los adultos que se llenan de entusiasmo para permanecer en incómodas aulas, para ajustarse a cartillas enajenantes disociadas de los intereses, de las creencias, de las necesidades, de los sueños de los dominicanos.
Y cada día son menos los profesores que se dedican a impartir docencia a la gente avejentada, repleta de desilusiones violentada por trabajos humillantes.
Acusar al gobierno y demandarle urgentes soluciones es retórica vacía, inutilidad, fracaso.
Inculcar amor a la educación, a la preparación académica a hombres con achaques y arrugas, a mujeres asidas a la miseria es un insulto, un boche, una insolencia procaz.
Pero podemos sugerirles a las universidades, a las escuelas vocacionales y a los institutos politécnicos que les enseñen a nuestros analfabetos adultos oficios, les impartan cursos cortos que los capaciten para entrar en mercados de trabajo o les sirvan para elevar la productividad de sus predios agrícolas.
No es necesario alfabetizar, presionar a gente cargada de años y rugosidades en sus pieles para que aprenda elementales grafías sin posibilidades de continuidad de lecturas.
No tenemos que insistir con ejercicios de silabeos y con encuentros de palabras aisladas que no abordan la esencia, las carencias y las esperanzas de nuestros adultos.
Hay que educar para el trabajo, para liberar a nuestra gente de la ignorancia en el manejo de sus manos, de sus músculos, de su cuerpo.
Las palabras vendrán luego, la escritura llegará después, cuando todos los dominicanos tengan fácil acceso al pan y estén más adheridos a la felicidad humana que a la animalización, a las desdichas cotidianas.
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