Por Apolinar Núñez
Rep. Dom. -Abundan los ladrones que asaltan, agreden, hieren para alzarse con dinero, joyas, electrodomésticos, armas.
A estos no les tiembla el pulso para pegar duro, matar.
Surgen por doquier maleantes que, con puñales o colines o navajas o punzones o patas de cabra, penetran a viviendas para llevarse lo que aparezca. Estos no lucen tan sanguinarios como los anteriores.
Pululan en muchas ciudades los rateros especializados en motores y los expertos en carros y camionetas, que cuentan con talleres capaces de desmantelar cualquier vehículo en cuestión de minutos.
Hasta ahora, estos no han exhibido desbocados sadismos carniceros.
Cunden en los campos los que hurtan cositas, víveres, alambres, bípedos plúmeos o algún caprino saltarín.
Por allí también asoman cuatreros, descuartizadores de becerros o de cerdos en oscuras cañadas.
En ciertas urbanías afluyen a tiendas y supermercados cleptómanas acostumbradas a echar en sus carteras lo que les quepa en ellas mientras exhiben juguetones disimulos, astucias y tácticas sorprendentes.
En las oficinas públicas, en las esquinas, en calles tumultuosas todavía afloran carteristas, los cuales sufren vergonzantes desprestigios progresivos entre los cacos profesionales.
En muchos sectores socio-económicos y políticos se encuentran estafadores, timadores, desfalcadores, malversadores, chantajistas, cobradores de porcentajes por sobornos, por extorsiones.
Nuestra ineficiente Policía Nacional rarísimas veces atrapa a los ladrones.
Dicen que hasta muchos de sus miembros acostumbran a prestarles cálidas colaboraciones.
Y algunos de sus oficiales organizan grupos, pandillas para atracar y adueñarse de bienes ajenos.
La ciudadanía cada día denuncia menos, calla más los robos que padece.
Prefiere resguardase en silencios, no querellarse, no ir a los cuarteles, obviar nuestra correosa justicia para que los ladrones no vuelvan a cobrarles la delación con rudos golpes, con crueles venganzas.
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