Por Luis Córdova.
Puro Tejada, digo su nombre y ahora sumo la distancia de los años. Confieso ante ustedes hermanos míos, que esta noche significa mucho para mí.
Además de revelar que ya no soy el muchachito que andaba jodiendo con cultura, sino que en la calle alguna osada voz, llena de maledicencia, me llama “señor” o “don”, me tomaré la excusa del libro para testimoniar mi amistad con el poeta, perdón con el narrador, que presento, y lo hago aunque las presencias y ausencias hacen de esta convocatoria una suerte de ventana al escritor y sus fantasmas. La referencia sabatiana es obligada en este santiaguero.
Y es que Ernesto Sábato ha indagado explícita y detenidamente los alcances del arte como quehacer existencial, su pluralidad de funciones desde el plano íntimo, oscuro y, en ocasiones, inconsciente de su creador, hasta su resonancia más amplia, objetiva y universal. En cierto modo Puro en sus búsquedas como creador describe bordes escriturales que lo asocian a estos elementos desde la poesía, el ensayo y ahora de manera formal en la narrativa. La meditación acerca del arte tiene un claro fundamento autobiográfico, de quien va masticando las palabras para sentarse a escribir de un tirón el artículo o el poema.
Fui testigo de varios de sus procesos creativos cuando recorríamos, ambos muy delgados, las calles de un Santiago en el que por entonces (oh contradicciones sí reinaba la calma). Corrían los felices noventas y la globalización era esperanza de internacionalizar las palabras que juntábamos. Algunos soñando que su obra saliera del país y otros escapar junto a ellas.
El poeta, en esa realidad ficcionada que tiene todo caribeño, se inscribía en ambas categorías. Supo temprano que la labor de gestor cultural no tiene territorio más que el sueño, que la pasión por crear te hace residente en la lengua y que el español vale lo mismo para quien se comunica vía el arte que el francés o el inglés con el que alterna sus días y sus creaciones.
Pisando nieve nos consta que sigue siendo cibaeño, aguilucho y como buen miembro de su generación aunque ama la tierra adentro no sabe bailar merengue (esto es fruto de la investigación que realizamos previamente).
Es parte de la hermandad forjada en al margen de los prejuicios, del respeto y de callar las críticas de gente que se empeña en estrechar su mente y no comprender que la función social del “poeta” es incomodar. Esa amistad sincera, de las que escasean siempre, de recorrer caminos y señalarnos rutas en el mapa de la cultura, de valorar su aporte a la formación y los primeros esfuerzos en la animación cultural. Eso me llena de gratitud y nostalgia en una noche en la que levanto la mirada, miro al público y sé que no yo estará César, el caballero militante de la cultura y la libertad, igual que otros que ya no estarán y es que no somos los mismos que se sentaban de mañana entre los recortes de periódicos de Danicel a debatir la estrategia de vencer el tedio.
El cuento y Puro. No es que se pretenda vivir del cuento, pero la vida es un cuento que si no es contado con pasión muere en la sordera de los tiempos. Por eso tiene gran valor el compendio de los ocho cuentos que componen el volumen “En el país reina la calma”, edición conjunta con el libro del también escritor y amigo santiaguero José Adolfo Pichardo, “El canto alegre de la muerte”.
Del género, todos saben aquí el recetario universal que ha presentado muy pocas variaciones.
Que un poeta de oficio escriba cuentos no es nuevo ni en la literatura dominicana, ni en la universal. Por eso me ahorro el inventario de nombres, movimientos y demás recursos que se emplean cuando uno quiere parecer erudito.
Abro el libro. Olvidando la llamada de Andrés quien es que me comunica de este acto y borrando de mi memoria la nota de whatsaap que Puro dejó desde Canadá.
Quiero ser ese lector de desconocidos pero no puedo. Me asaltan fragmentos de las narraciones y conversaciones en las que imágenes quedaron presente desde la versión inicial de algunos textos en las tardes de los sábados cuando el Taller de Narradores de Santiago se reunía en Casa de Arte, Inc., de donde todos, en alguna manera, hemos salido.
Me concentro en la lectura. Sangre, muerte, desengaño. La inocencia de unos personajes que casi nunca son nombrados, que actúan la certeza de que todo saldrá bien y que el mal no es esa bestia que acecha para burlar la promesa de que la providencia protege a los inocentes.
Un paréntesis. Desde el complejo y creativo campo de la crítica literaria, el lector suele adoptar dos actitudes: escepticismo o perplejidad.
Con este conjunto de “En el país reina la calma”, todos quedamos perplejos. Los que conocen al autor porque lo extraño es que Puro resulte un narrador antinostálgico, sin ese relumbrón de metáforas y con un dominio férreo del tiempo narrativo. La flecha sin desvío de Quiroga llega al blanco sin desvíos.