Por: Rafael A. Escotto.
A Luis José Rodriguez, Andres Mejia Lizardo, Johnny Guerrero y Luis Rafael Arzeno Perdomo.
«Unos mozos que se emborrachaban con vino y terminaban la noche rondando el balcón dealguna muchacha».
Hará escasamente unos días un niño me aborda y me comenta: «Me he encontrado unas botellas flotando y pensé que en ellas había algo muy extraño, podría ser un país en su interior».
En el repertorio de los borrachos fui al supermercado, vi gente nerviosa o tensa por el coronavirus y compré varias botellas de jerez, el vino más viejo del mundo. Una niña que estaba con su madre, al salir del establecimiento me recuerda: «Señor, póngase la máscara en la boca».
El pánico es razonable. Luego, no bien voy a montarme en el vehículo un señor se quita su máscara protectora y con razonable miedo me vocea: «¡Colóquese la máscara en la boca, por favor. No ve que el mundo está contagiado con el coronavirus!» Y le contesto a aquel hombre que lucía casi muerto de espanto: «Oiga, no alcancé a comprar mi máscara. ¿Qué hago?» «¡Pues jódace!», me dice rudamente y continuó su camino refunfuñando.
Al desmontarme del taxi que me transportó a mi casa un vecino, con quien nunca he cruzado ni siquiera un saludo, me hace señas para que me acerque. De manera misteriosa me comenta en voz casi imperceptible: «Sabe usted vecino, alguien me informó muy confidencialmente que el coronavirus fue producto de una guerra bacteriológica y supuestamente a quienes hicieron eso el virus se le salió de las manos y mire usted qué desgracia han ocasionado en el mundo».
Le pregunto en tono bajo: «Señor, de qué libro de ficción sacó usted esa conclusión tan fantástica? No será que usted está leyendo el libro Guerra bacteriológica, de Judith Miller, Stephen Engelberg y William Broad». Exactamente, aquel hombre tenía en sus manos un libro que se leía en su cubierta ese mismo título.
Cuando estoy abriendo la puerta del apartamento donde vivo la vecina de al lado, una señora de unos ochenta o más años de edad, me aborda en silencio y me advierte: «Vecino, vecino, sssssh, ya, posiblemente, el otro vecino le habló sobre lo que dizque fue lo que sucedió con el coronavirus. ¡No le haga caso!, ese hombre parece que no trabaja, anda alborotando la gente con la pandemia esa que anda por el mundo. Mire, a mí me tiene nerviosa, yo que sufro de alta presión arterial y de azúcar baja en la sangre», me comenta aquella señora con sus ojos que se le querían salir del miedo.
Solo atiné decirle a la asustada dama octogenaria: «No se preocupe, manténgase en su apartamento. Nada de lo que se dice en la calle es verdad. La pobre señora vuelve y me agarra por la manga de mi camisa y me dice, temerosa: «No se vaya aún. Mire, vecino, aquí vino ahorita un señor con un bozal blanco en la boca dizque para llevarme a botar y me morí de terror y le dije que esperaba por mi hijo».
«Bien hecho, no le abra la puerta a nadie que usted no conozca. Espere la llegada de su hijo», le sugerí y rápidamente me encerré en mi apartamento.
Me siento abrumado por el pánico que cunde en la población por la pandemia del coronavirus.
Me acomodo en mi biblioteca. Busco una hielera para vinos. Destapo una botella de jerez y me sirvo una copa. Me pongo a oír la Orquesta Sinfónica de Londres tocando la novena sinfonía de Beethoven. Mientras me deleito oyendo música me río por dentro de mí mismo al acordarme del vecino que hacía unos momentos me hablaba de un rumor extraño del coronavirus.
Rememoro mi encuentro con la niña en el supermercado. Recapitulo además sobre aquel señor que me recomendó que me jodiera y recuerdo por último la señora octogenaria dominada por un terror por el coronavirus.
A pesar del terror que vi en las calles de Marraquech me puse a leer la novela La guerra de los mundos, de Herbert George Wells, publicada en 1898 en el Reino Unido, que describe una invasión marciana a la Tierra.
Luego cierro momentáneamente el libro que estoy leyendo para continuar después y me digo a mí mismo: «¡Qué manera de finalizar un artículo! Sin embargo, lo que cuenta simplemente —dijo el artista surrealista belga René Magritte— es ese momento de pánico y no su explicación. Desde mi balcón observo, entre botellas de jerez, el país».