Por Apolinar Núñez
Rep. Dom. -La enana estaba ahí, en la marquesina, más culona que nunca, adherida a una carga paranoica de superstición, a vínculos irracionales con su patrón. Se llama Filomena. La conocí apegada a su escoba, como una servil imitación de una bruja venida a menos, que Joaquín Balaguer, experto en arbitrariedades misteriosas, la acogió en su casa sin demandarle sacrificios rituales ni rígidas lealtades poéticas.
Era 24 de abril de 1994 y como cada martes a las 9:30 p.m. yo acudí con ingenua confianza a conversar con él sobre los enmarañamientos de la estética, sobre cánones poéticos, en torno a coincidencias fortuitas de narradores de ultramar, acerca de magisterios estilísticos deslumbradores…
De repente, entró incontenible, con hálito infernal, sin condicionantes protocolares Neit Enrique Peralta y subió a la segunda planta desde donde se escucharon vehementes corrientes de gritos desgarrantes y también un retumbante carajo que Filomena comentó: “Eso fue que mataron a alguien que el Hombre no había autorizado a quitar del medio”.
Después de aquel revuelo verbal, Balaguer me llamó a su laberíntica intimidad y fui hasta su muelle sillón de cuero negro. Luego de un tímido saludo, me soltó una risita irónica y me dijo un poco atolondrado: Poeta, dejémonos de pendejadas literarias y vamos hablar de boxeo. ¿Sabe? Yo soy un boxeador”. Y me lanzó una confesión con despliegues técnicos, con incontrolado delirio: “Después de mis primeros pecados, me abracé a las contiendas, a los enfrentamientos, a los desafíos, a las confrontaciones. Y desde entonces jamás he abandonado el tosco, rudo, agobiante ambiente de los guantes.
Siempre me ha gustado el olor a brea, el fascinante sonido de la pera fija, el vaivén del costal cuando se golpea.
En gimnasios exquisitos he adquirido secretos para pegar contundente, preciso, firme, hiriente.
Me he macerado en el suelo patrio y en múltiples latitudes junto a peleadores violentos, tenaces, impetuosos, bravos, desenfrenados.
Y jamás he cesado de ayuntarme a intensos y agitados ejercicios, a persistentes entrenamientos, a sistemáticas sesiones de práctica mientras vivo las glorias y los desencantos del cuadrilátero.
Siempre estoy pendiente de mis rivales para conocer sus vicios y bondades, sus miedos y sus debilidades, sus tretas y arterías.
Con miles de batallas agotadoras y dramáticas en mi haber, con cientos de éxitos cosechados, cada día me levanto renovado, redivivo, presto a cualquier combate.
Entre asalto y asalto, no utilizo la banqueta de descanso.
Permanezco-de pie, siempre listo para la acción.
Luzco infatigable.
Todavía conservo mi genio pugilístico y mantengo impertérrita mi capacidad de ingeniarme disímiles tácticas para alcanzar nuevas victorias que maravillen a mis conciudadanos, al mundo.
Mi grandeza, mi fuerte estriba en la efectividad de mi amenazante impacto acechante y sorpresivo, en el relampagueante jab, en el solitario recto, en el devastador gancho de izquierda, en la finta desconcertante, oportuna, elegante.
Mi inteligencia, mi paciencia, mi sabiduría práctica, mi resistencia, mi furia rematadora me hace un competidor atemorizante a pesar de ciertos problemas visuales.
Cada día acumulo más agresividad y enriquezco más mi repertorio de golpes y gozo más admiraciones de mis simpatizantes y hasta de mis adversarios.
Nada ni nadie me desprende mi pensamiento frio, calculador, pragmático, mi amor a mis preocupaciones, a mis obligaciones.
No me muevo entre orgias y lujos, sino entre ayunos y abstinencias.
Detesto hacer comentarios, vaticinios sobre mis peleas.
Prefiero hablar con los puños, con mis combinaciones en ráfagas, con mis granizadas de golpes.
Y que la posteridad, la historia me juzgue.
A este imperturbable boxeador, sólo un nocaut sólido, recio, consistente me podría vencer.
Que nadie se engañe ni engañe a otros con voceríos callejeros, con retóricas alarmistas, con exhibiciones altaneras en palestras públicas.
Mi anatomía aún aguanta, mis manos todavía funcionan como aspas de molino para demoler a cualquier contrincante”.