El 18 de enero de 1913, cuando se suicidó el poeta Gastón Fernando Deligne, no había soluciones médicas para la lepra. Decidió sobre su vida antes del avance irremediable de la enfermedad. Fijó una fecha. Terminó todos los textos pendientes, organizó los trabajos que debía entregar a sus clientes, como contador público, y procedió sin dilaciones con lo planificado.
Aunque la muerte nos aceche con su mirada de bestia cansada, nadie escapa a su siempre sorpresivo zarpazo. Por eso me seduce la vida y muerte del poeta. Y aunque no tengo la vocación de terminar mis días como el vate dominicano, la admiración por su obra me lleva a valorar el arrojo de afrontar un tema tan difícil como debe ser el suicidio. Deligne, que sabía de plazos, terminó aplicándolo para sus días.
De seguro conocía la sentencia del almanaque del Pobre Richard (Benjamín Franklin): “en este mundo sólo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos”.
Los dominicanos hasta hace poco teníamos en el pago marbete lo único que parecía no tener prórroga. La semana inició con una extensión en los días para el pago sin mora que rompe la regla, una rigidez instaurada hace apenas más de un lustro es quebrada.
Parece que en este país todo plazo es mecedor de prórroga. Desde procedimientos administrativos, la aplicación de algún reglamento, el pago de alguna tarifa, hasta los establecidos en reglamentos por más rígidos que parezcan; los concursos de todo tipo, incluido los literarios, las rifas, viajes a la playa.
No importa si los requerimientos técnicos que impliquen el “ajuste” del cronograma. Quien tiene experiencia en manejar las cosas “a lo dominicano” sabe que tiene que calcular el horario con media hora de retraso y que debe, al menos, jugar con las fechas de diez a quince días para la prórroga de rigor.
La cultura del chance, la de prorrogarlo todo, está presente desde los días de la primera república. Se ha mantenido en los años de rudas revoluciones, sobrevivió discreta en la dictadura, en las democracias (en todos sus matices), hasta permanecer largo tiempo como un incentivo a la corrupción doméstica, recostada de un árbol o debajo de un semáforo vestida de agente de tráfico, que siempre tiene calor y desesperado procura refrescarse o en un ejemplo de desbordante humanismo se preocupa por nuestras familias.
La prórroga la piden, y la promueven, administrados y administradores.
En cierta manera la democracia se sostiene sobre la prórroga. Lo saben los legisladores que votaron por una Ley Orgánica de Régimen Electoral y una de Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos, con cronogramas y plazos más que fatales.
Pero también lo sabe la Junta Central Electoral, (¿acaso no son dominicanos para no saberlo?), que dependemos de un tiempo más para organizar el desorden, expresar las excusas protocolares y continuar a nuestro ritmo, porque siempre habrá una justificación para extender el cumplimiento.
Los políticos deberían ser exceptuados pues entienden el tiempo de una manera diferente. Los horarios, los días y los plazos se determinan y se cumplen Los demás, frisados ante la espera de la prórroga que vendrá, continuaremos rasgando calendarios, contando fechas y guardando horas en un país donde hasta la tarde sigue llegando tarde, como dijo don Manuel, y solo los poetas se precipitan a la muerte.