Rep. Dom. -Algunas voces criticaron que los primeros gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) no “bautizaran” con el nombre de su ideólogo y fundador, profesor Juan Bosch, las obras que consideraron de mayor relevancia.
La exigencia obedeció quizás al frenesí de una exacerbada empatía con la figura del líder o el intento por la reivindicación histórica de la obra truncada del sietemesino gobierno. Un balance a ese primer momento de infraestructuras gubernamentales del partido morado arroja el equilibrio posible y una inteligente prudencia en una sociedad que va de un extremo a otro sin resquemores.
En la actualidad hemos tocado la otra orilla. La reiteración del nombre del profesor en obras de todas las naturalezas así lo confirman. Escuelas, aeropuertos, hospitales, carreteras, puentes, mercados, bibliotecas, ciudades, complejos habitacionales, salones de eventos y hasta la iniciativa de designar provincias, parecen configurar, al interior de la nuestra, otra república que bien pudiese llamarse como el político y escritor.
No es menester emitir un juicio de valor sobre si es justo o no, en función del aporte histórico del personaje, la cantidad de tarjas que llevan su nombre. El juicio que la historia ha de pasar sobre los hombres, sobre sus hechos, sus aciertos y desaciertos, sus virtudes y pecados, vendrá con el tiempo y precipitarlo con imposiciones es un error histórico.
Los espacios públicos deben proporcionar transversalidad, una identidad proyectada en lo abstracto que nos una, no en puntos ideológicos, ni en personajes que si bien tienen una obra que les asegura un lugar en la memoria colectiva, se debe ser objetivo en colocar sus nombres. El conocimiento y preservación de los legados, al dotarnos de conciencia, es lo único que nos otorga real libertad.
Pero esto no es nuevo. Lo hicieron las dictaduras y lo ha hecho repetidas veces la democracia. Desmontado el régimen trujillista pasamos a un carnaval virulento de borrar designios, en especial esos que de manera antojadiza, arbitraria e inmerecida coparon los espacios públicos, obras de infraestructura, poblados y hasta provincias en homenaje a familiares del dictador, personalidades a los que su compromiso con el régimen le hicieron “merecedores” de tal distinción.
De ahí a que se pasara a rendir tributo merecido a muchos mártires y algunos héroes. Se hiciera necesario sobredimensionarlos para justificar su “paso a la inmortalidad” que presume una placa en un parque o los rótulos en calles o avenidas.
El duelo peñagomista reeditó algo parecido. Coincidiendo el deceso del líder de masas con la proximidad de las elecciones, un voto sentimental fue evidente: el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), logró poder suficiente para que diputados, senadores, alcaldes y regidores se animaran a nombrar aeropuertos, carreteras, plazoletas y parques con el nombre de José Fco. Peña Gómez.
La tendencia retorna mientras crece la nómina de héroes ignorados y buenos dominicanos son condenados al anonimato. Heroicidades vertidas en libros que nadie lee. Ejemplos que no mueven más que escasas reseñas en la historiografía para escolares. El arquetipo del prohombre dominicano parece un anacronismo. No tenemos a quien parecernos para ser buenos dominicanos. Arrojamos a los ciudadanos la trascendencia política como única vía para lograr la ansiada inmortalidad, no porque la conciencia colectiva así los premie, sino porque quienes dicen seguir su trayectoria se empeñan en repetir su nombre sobre varilla y cemento. ¡Oh contradicciones!
El cambio de conciencia debe producirse y para eso se construyen mayorías. El poder no tiene otro fin, otro objeto, otra utilidad sino para ser justos en su ejercicio y para ser transformador en el hombre y la mujer ideal (los socialistas hablaron del “hombre nuevo”), a pesar de que Mario Benedetti nos aconsejó mantenernos distantes “de la derecha cuando es diestra, de la izquierda cuando es siniestra”.
¿Cómo explicar que las luchas frente a la invasión norteamericana del año 1916 no sea justipreciada, batallas como las de Cachimán, el Memiso o La Estrelleta, que los Restauradores apenas tengan un espacio que ni siquiera los reivindica porque es un Monumento diseñado en base a otra concepción? ¿Cómo obviar las hazañas de 1924? ¿Por qué condenar al destierro del olvido a intelectuales como Peña Batlle, músicos como Luis Alberti, artistas como Guillo Pérez? ¿Cómo explicar en la historia que el presidente constructor sea ignorado en toda infraestructura trascendente? ¿Por qué los nombres de mujeres y hombres de ciencia no están en nuestros hospitales? ¿Dónde colocar el sacrificio de deportistas, atletas templados al calor de miserias para hincharse de orgullo en una bandera cuando logra una presea?
La respuesta política es sencilla, pero el efecto sobre la identidad nacional no lo es. No podemos poblar de olvido los rincones de la patria. De ese peso debemos librar a Bosch, no se merece que la carga histórica lo culpe por algo que en vida hubiese rechazado.