Por: Cándido Almánzar
Gestor Universitario
Durante una actividad académica celebrada en Quito, Ecuador, me correspondió retornar a la República Dominicana con una escala en la ciudad de Panamá. Luego del protocolo habitual de chequeo, ya ubicado en mi asiento dentro del avión, observé a unas dos filas de distancia a una pareja de avanzada edad, posiblemente octogenaria, que con cierta dificultad intentaba colocar sus equipajes de mano en el compartimiento superior.
Aunque hasta ese instante habían pasado inadvertidos, una aeromoza —con suma elegancia y profesionalismo— se acercó con gentileza a ofrecer su ayuda. El caballero, con visible cortesía, agradeció el gesto y concluyó él mismo la tarea de acomodar sus pertenencias.
De pronto, una voz exaltada irrumpió el murmullo general: “¡Es el presidente, es Mujica!” Inmediatamente, los pasajeros nos pusimos de pie con una espontánea ovación. Los aplausos y expresiones de admiración colmaron la cabina. La emoción era palpable. Aquel hombre sencillo, vestido con sobriedad y viajando sin ostentaciones, no era otro que el expresidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, rumbo a Santo Domingo.
Este instante fugaz y lleno de humanidad se transformó en una lección viva de liderazgo y coherencia. Mujica no necesitaba escoltas ni privilegios para imponer respeto. Su sola presencia evocaba el testimonio de una vida guiada por la honestidad, la austeridad y la fidelidad a los valores más esenciales de la democracia.
Como ciudadano y mandatario, dejó un legado de humildad que trascendió las fronteras de su nación. Su manera de vivir —sin lujos, con coherencia ética y compromiso social— sigue siendo ejemplo universal de que la verdadera grandeza no reside en los cargos, sino en la forma en que se encarna el servicio a los demás.
Este humilde reconocimiento, desde la memoria de un encuentro casual pero profundamente simbólico, rinde tributo in memoriam al hombre que vivió como pensaba y gobernó como vivía.
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