Opinión

¿Nos pondremos un chaleco amarillo?

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Por Luis Córdova.

 

La mañana de un sábado del  noviembre pasado vimos que desde Francia irrumpió lo que ha sido denominado “el movimiento de los chalecos amarillos”, la traducción del francés, Mouvement des gilets jaunes, el cual se ha extendido, aunque en menor medida, a Bélgica, Países Bajos, Alemania, Italia, y España. La novedad es que no tiene un líder, no presenta portavoz oficial y se define como transversal: surgió en las redes sociales y luego tomó las calles.

En estos tiempos de un fuerte “clictivismo”, es decir las protestas se realizan desde las plataformas virtuales, el que un ciudadano se movilice, asista a plazas públicas y se identifique, en este caso con los chalecos reflectivos, es un acto que, en el marco de la ciudad luz, evoca cuanto menos un poema.

Para algunos lo importante es protestar, romper la inercia. Para otros es peligroso que el malestar y la indignación escapen de las formas tradicionales para ocupar los campos de las redes con un contenido provocador y conmovedor: expresando la indignación en sus carnes.

En principio los galos protestaron contra el alza en el precio de los combustibles, la injusticia fiscal y la pérdida del poder adquisitivo de la clase media. Una agenda de soluciones complejas que luego se amplía y radicaliza cuando exigen la renuncia del presidente Emmanuel Macron y la demanda de un Referendo de Iniciativa Ciudadana.

Esta extensión también ha sido en el tiempo y el espacio. Son puntuales en cada sábado protestar y calificar de insuficientes las medidas anunciadas para calmar el malestar en Francia. Más de veinticuatro fines de semanas consecutivo, extendiéndose por París, Toulouse, Lille, Rennes, Rouen y Estrasburgo. En esta última ciudad, capital de Alsacia, fue donde se vivió la mayor tensión, después de que grupos de manifestantes se acercaran a las instituciones europeas –la Eurocámara y el Consejo de Europa– y los efectivos antidisturbios controlaran el área.

El método es variado: bloqueos de carreteras, rotondas y la convocatoria a eventos nacionales a los que llaman “Actos”, que es realizado en día sábado. ¿Tanta oportuna y efectiva presión surge de la espontaneidad? ¿Existe un armador o armadores de resortes que impulsa el movimiento de manera perpetua? ¿Responde alguien por los más de dos mil  manifestantes heridos? ¿Existe alguna manera de evitar que se incremente la indignación cando se cuentan más de quinientos los eventos calificados de abusos policiales?

Michel Wieviorka, un prestigioso académico francés que ha propuesto la sociología de la acción, apuntó en una reciente entrevista que “en este país hay muchas desigualdades sociales, hay regiones que se han convertido en desiertos… Estamos en un país donde las mediaciones políticas y sociales se están debilitando, donde el poder ha funcionado de manera tecnocrática. Hay poca política y mucha racionalidad que no toma en cuenta la vida de la gente. Los partidos políticos no funcionan bien. Han perdido la capacidad de plantear propuestas. Esta es la razón por la cual los «chalecos amarillos» se desarrollaron en un desierto político”.

Ese desierto francés se reproduce en nuestra América y la actualidad dominicana no es ajena a presenta visos considerables de administraciones y liderazgos que priorizan lo abstracto y técnico a lo humano, lo esencial que es el ciudadano en su vida “puertas adentro”, lo que es indispensable para su desarrollo vital.

Se le atribuye constantemente a Trujillo el calificar de “manso” al pueblo dominicano. La cultura popular tradicionalmente nos clasificó entre “mansos y cimarrones”. Las cuestionantes que los “mansos” se profundizan en el discurso social, al menos el que expresan miembros de la clase media. Demandan quien atienda su agenda de urgencias en soluciones, mientras los más pobres se comienzan indignar muchas veces pagando su pecado de ignorancia culpando a otros.

Entre un extremo y otro la creencia de que en el país no existe una oposición real y la certeza de que no se construye un contrapoder, una alternativa, pudiese llevarnos a preguntarnos si alguna vez ¿nos pondremos un chaleco amarillo?

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