Por: Luis Córdova
Si finalmente el tamaño de una fuerza política lo determina el porcentaje alcanzado en las últimas elecciones, calculado según el consenso que convenga en el momento.
Si los partidos del sistema (los grandes y chiquitos), entienden por “estructura” a una cúpula minúscula capaz de dirigir una masa cuya única misión es la de reproducirse, con el deber de obedecer.
Al llegar a más de media centuria de carísima y famélica democracia… ¿Para qué un padrón?
Si “militancia” equivale a subordinado, si a los líderes de base solo se les “bajan líneas”, sin producir el milagro de que alguna vez suba alguna.
Si el número de empadronados, en el caso de todos los partidos “mayoritarios”, se cuentan de a millones y en los chiquitos la matrícula es todo un misterio…
Si ahora, con la filiación única y con el padrón dinámico, se le recomienda al ciudadano que se chequee porque algún intrépido pudo afiliar a alguien sin el titular de la cédula enterarse… así las cosas, dejemos de pregonar institucionalidad como requisito para el desarrollo, uno se pregunta:
¿Para qué sirve el padrón de un partido? ¿Para qué le sirve a un ciudadano ser miembro de un partido? ¿Garantizar espacio en una nómina pública que resulta insostenible? ¿Para perder la categoría de “independiente”? ¿Para el romanticismo de pertenecer a algo? ¿Para legitimar procesos internos cada vez menos democráticos y participativos?
Mientras se esperan respuestas, la mentira del padrón permanece resguardada