Los simbolismos están ahí, a ojos vista. Ese obelisco erguido, fálico: macho. El mismo que Rafael Leónidas Trujillo mandara a erigir para celebrar el pago de su gobierno a la deuda externa, se muestra provocativo y en un ineludible segundo plano, durante toda la función.
El rojo intenso de la estructura, evidentemente significa la cantidad de sangre derramada durante los 31 años de abuso de poder. No sólo la sangre de miles de inocentes o gente que se opuso al sistema represor de la época, sino también al ajusticiamiento que tuvo como resultado, la muerte del Tirano.
Han pasado 62 años desde el ajusticiamiento del Generalísimo, el Benefactor de la Patria Nueva y cuántos títulos se auto endilgó el innombrable, el sátrapa, el tirano producto de su megalomanía y todavía su vida, fechorías y forma autoritaria de gobernar, siguen despertando pasiones.
Ahora nos llega el montaje teatral “La fiesta del Chivo”, la historia de ficción escrita por el premio Nobel de Literatura, el peruano Mario Vargas Llosa y adaptada para teatro por Natalio Grueso; producida por Dunia De Windt y dirigida por Manuel Chapuseaux, que debemos digerir con rabia, pero sin prejuicios, porque su aguda crudeza y su particular planteamiento de las bajezas a las que llegaron, tanto el “innombrable”, como sus acólitos, producen nauseas, hasta cuando de una representación teatral se trata.
Augusto Feria, en el su rol de Trujillo, está en su punto. A pesar de que, por momentos, se le siente trastabillar en algunos parlamentos, logra una actuación digna, una interpretación de ésas que nos impulsan a decir: “nadie podía hacer mejor ese personaje. Fue creado para él”.