Opinión

Sangre inmortal en las calles de Nicaragua

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Por RADAMÉS REYES-VÁSQUEZ.

Hasta mediados del año 2011 viví en Nicaragua, mientras me desempeñaba como Ministro Consejero de la embajada de la República Dominicana. Recuerdo con emoción (y hasta con una cierta nostalgia) aquellos años en un país de gente tan hermosa como su naturaleza. Dejé, en esa tierra, una serie de amigos y conocidos con los que compartí y que me hicieron testigo de la generosidad y el amor patrio de parte de todo el conglomerado de una población orgullosa de las conquistas colectivas y el masivo alzamiento que hizo posible el retorno a la democracia representada por un gobierno con tintes de izquierda.

Lo primero que me asombró, cuando mi familia y yo llegamos durante un tiempo de prolongadísimas lluvias, fue el amor que el nicaragüense siente por la poesía. Es tan grande que en los billetes de alta remuneración la que aparece es la cara del inmenso poeta Rubén Darío, cuando no es la de Sandino u otro patriota. En las oficinas públicas no está la fotografía del presidente, sino la del autor de Cantos de vida y esperanza, el mismo que reinventó la métrica en lengua española, el genial beodo cuya obra literaria tiene cada día mayor vigencia.

Aún no he salido del asombro ante la proliferación de actividades culturales en la tierra cuyo verdor deleita la vista de los mortales. País del que han surgido importantes escritores y hasta el último premio Cervantes, es Nicaragua, territorio de lagos, volcanes y poetas. Renacen en mí, con el fulgor de la nostalgia, los impresionantes atardeceres contemplados desde la terraza de un bar, la belleza de Granada o las flores de la no menos hermosa Masaya, que tantos muertos ha puesto a lo largo de esta dolorosa tragedia.

Pero ahora me duele ver y saber y ver que Nicaragua parece regresar a otros tiempos, y como antier, desde hace más de dos meses la sangre redentora de la juventud que ama y sueña, que guarda celosamente sus ilusiones y es capaz de dar la vida para que no se apague la llama reivindicadora, está corriendo por las calles dejando una muy lamentable y larga estela de cadáveres y dolor.

Esa juventud parece estar decidida a materializar sus propósitos, no estar dispuesta a ceder ni un ápice hasta no ver los resultados de esa lucha desigual y abusiva de parte del gobierno de la familia Ortega-Murillo. El firme y ejemplar discurso del joven Lesther Alemán hace poco, en lo que se suponía era el inicio de un diálogo gobierno-sociedad civil alimentó la esperanza de un pueblo harto de los abusos y de la pobreza, las desigualdades y el abuso.

El gobierno no ha domado a una policía nacional que dispara a matar ni a los paramilitares que recorren las calles del país matando y disparando a mansalva. Estos individuos andan parapetados en camionetas de doble cabina y enmascarados como verdaderos vándalos criminales que son apoyados por un régimen desgastado que se niega a ceder ni lo más mínimo y prefiere la extinción y el desorden.

No hay allí un solo segmento de la sociedad que no esté de acuerdo con la salida de los Ortega-Murillo del poder. Iglesia, grupos empresariales, gremios obreros y profesionales, campesinos y población en general se han unido en grandes desplazamientos y manifestaciones para reclamar democracia a una sola voz.

La tozudez de Daniel Ortega ha arruinado a Nicaragua. El turismo ha muerto y los hoteles están cerrando. Las góndolas de los supermercados están vacías, El comercio de toda la franja centroamericana está seriamente afectado. No hay alimentos ni seguridad, no hay libertad ni para soñar. La poca vida nocturna, desde la zona rosa hasta la zona hipos tampoco existe. Bancos y empresas privadas, cuando trabajan lo hacen solo por unas horas. Importantes líneas aéreas han suspendido sus vuelos o, por lo menos, los han disminuido. No hay docencia en las escuelas públicas ni en las universidades. En remate: la Nicaragua tan violentamente dulce de la que habló el gran Julio Cortázar ha colapsado por los terribles desaciertos y los abusos de un gobierno agonizante.

Sucede que muchas veces los mismos que hacen la paz terminan haciendo la guerra a su manera, desenmascarándose a sí mismos porque todo a su tiempo se descubre.

Es muy lamentable, pero cierto.

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